Una lonja de pescado no es sólo un edificio comercial, que lo es. No es sólo un edificio que se deba entender en términos estrictamente económicos, que lo es. O en términos funcionales, que debe serlo. Representa por encima de todo esto una actividad que, durante años, ha definido una cultura, una manera de organizarse, de entender la vida, adquiriendo una significación y una capacidad de representación equivalente a cualquier edificio institucional. Las actividades que en ella se desarrollan tienen, junto al significado mercantil, cierta magia, una atracción que hace a la gente acercarse. Como en los mercados, se puede pasear por dentro con la sensación de que se asiste a un espectáculo primigenio, ancestral, que hoy está regulado y organizado. Significación y valor público que va más allá del programa, sería la primera consideración, pues, que motiva este proyecto.

Pero además, las lonjas de pescado, y en el caso que nos ocupa de Pasajes esto todavía es más evidente e importante, suelen situarse en un límite mítico entre la ciudad, lo construido y el mar. Los puertos, por formalizar ese límite, por sus dimensiones, por su sensación hercúlea, por el atractivo de los barcos, son lugares de encuentro y de ensueño. Las lonjas, al situarse en este límite, adquieren otro tipo de significación, en este caso urbana. El caso que nos ocupa resulta todavía más complejo y por ello atractivo que las situaciones más generales. La dimensión longitudinal y alargada de la parcela, le confiere un valor dimensional y escalar de primera magnitud, teniendo que verse el conjunto, por un lado, en su dimensión paisajística –visto desde el mar, el edificio se convierte en un paisaje, en un zócalo de la ciudad de Pasajes–, y por otro, si lo apreciamos desde la ciudad, de frontera. Además la distancia entre los extremos dota al nuevo edificio de un valor como tránsito urbano que une dos extremos de la ciudad, la zona de Trinxerpe y Puntas.